lunes, 27 de diciembre de 2010

Tras cualquier arte se desplaza una forma de percepción de la realidad. Y toda experiencia perceptiva necesita de la acción de los sentidos.

Tras cualquier arte se desplaza una forma de percepción de la realidad. Y toda experiencia perceptiva necesita de la acción de los sentidos. La cultura occidental privilegia la vista, el ojo, la organización visual del espacio. La música exige así en Occidente el ineludible sostén de partituras musicales, y un tejido de símbolos gráficos. Esta traducción de lo musical en un lenguaje visible sofoca la emoción e inhibe una experiencia más directa y sensible del torrente musical. En las culturas tradicionales, como el caso de las culturas africanas, el ojo cede su supremacía al oído. Lo auditivo, la danza, el canto y un "cuerpo polirrítmico" sobresalen ante el "enfoque cerebral" de la música occidental.




LA MÚSICA EN ÁFRICA Y OCCIDENTE Y LA RELACIÓN ENTRE EL OJO Y EL OÍDO
Por Isabelle Leymarie

La música existe en todas las sociedades, pero los cánones estéticos, los comportamientos, las normas, implícitas o explícitas, a veces antagónicas e incluso irreconciliables, tienden a establecer diferencias entre los distintos universos musicales. A su vez esas divergencias engendran jerarquías, juicios de valor, a menudo desvirtuados por una comprensión errónea del fenómeno musical. Una distancia particularmente grande separa a la música clásica occidental de las músicas negras, cuyo conocimiento, ejecución y apreciación parecen regidos por criterios diferentes.
Cada ser humano y cada civilización dan prioridad a uno o varios sentidos en su aprehensión del mundo. Mientras en Occidente el ojo ocupa un lugar preeminente en las sociedades negras se da más importancia al oído. En efecto, el oído está ligado al parasimpático, explica Nicolew Ricaille, cuyos trabajos sobre este órgano siguiendo las investigaciones del doctor Fuy Berard permiten curar a pacientes que sufren de depresión grave. De noche, mientras dormimos, el oído recarga el cuerpo como una batería, y su mal funcionamiento puede causar una disminución de la fuerza vital. Las curvas auditivas, establecidas mediante tests especiales, muestran a la vez las frecuencias que oímos y nuestra lateralidad y revelan tanto nuestro perfil psicológico como ciertas perturbaciones fisiológicas, e incluso, en algunos casos, antecedentes familiares. Puede suceder que un niño se niegue a escuchar la voz de uno de los padres o de un profesor por temor a reprobación o a su cólera y suprima así involuntariamente las frecuencias que corresponden a esa voz para él insoportable. Al llegar a la edad adulta, la ausencia de esas frecuencias, que en la infancia cumplía una función protectora, puede acarrear diversos trastornos e incluso un estado depresivo y propensión al suicidio. En otro orden de cosas, las frecuencias graves podrían de manera general corresponder más bien a lo material, y las frecuencias agudas a la espiritualidad.

Un enfoque cerebral
El mundo occidental, que atribuye un papel preeminente a las artes plásticas y a lo escrito (que pasan por la vista), tiende a apreciar la música de forma a veces cerebral, a través de la partitura y de la interpretación (considera una "lectura" de la obra), ligada a convenciones relativamente restrictivas y apartadas de lo corpóreo. Estimula también el desarrollo de disciplinas discursivas, como la musicología, la sociología o de la filosofía de la música. Algunas partituras musicales contemporáneas por la abundancia de símbolos gráficos se aproximan cada vez más al arte plástico, y en algunos compositores (y artistas plásticos) actuales la conceptualización de la obra, la "ideación", prima sobre el contenido musical e incluso sobre la emoción. En Occidente se establece también una distinción muy marcada y casi una dicotomía entre la música clásica (que incluye la música sacra), considerada música "seria", y la música popular o folklórica, que queda desvalorizada.
Se separa, además, la música de la danza y de la palabra, íntimamente ligadas en las sociedades negras, donde hay gran afición por las fábulas cantadas (mvet camerunés en particular), los cuentos bailados (kont de Santa Lucía y Suriname), los sainetes danzados y cantados (nummies, relatos bíblicos o a veces shakespearianos, de origen inglés, con acompañamiento de música, danza y canto, muy difundidos en el Caribe anglófono), así como por el paso del lenguaje hablado al canto (soul music, gospel).

El cuerpo polirrítmico
Mientras en Occidente se insiste en la fidelidad a pautas establecidas, en el África y la América negra se valorizan la imaginación y la improvisación en la oratoria, la música y la danza. Un coreógrafo antillano me confiaba recientemente que los bailarines clásicos europeos con los que había trabajado memorizaban perfectamente sus pasos y poseían una técnica irreprochable, pero no bailan con la música. Era, me explicaba, como si la danza y música fuesen ámbitos separados que los bailarines trataban de superponer, de hacer coincidir.
Ahora bien, en la música negra, el bailarín se ciñe ciegamente al ritmo: el mismo, disociando las partes del cuerpo, crea su propios polirrítmos a semejanza de un instrumento musical (el tap dancing, zapateo con música de jazz, constituye un célebre ejemplo de la creatividad rítmica de bailarín). E incluso puede suceder, como en la rumba brava cubana o la bomba portorriqueña, que el bailarín imponga sus propios ritmos a los instrumentos de percusión, y que éstos se adapten a él. Billy Bergman observa hablando del yanvalou, una de las danzas del vodú haitiano: "El tempo, que se superpone a una pulsación lenta, da una falsa impresión de rapidez. Dicta una danza fluida donde los pies se mueven velozmente, la cabeza con lentitud y el torso más lentamente aún. Esta manera polirrítmica de bailar es la clave de todas las danzas latinocaribeñas. Los bailarines de esas regiones nunca procuran imitar exactamente la complejidad del tempo; en realidad, sus movimientos dan con su propio contrapunto a la textura de los ritmos. A menudo las personas que no están acostumbradas a los ritmos africanos mueven los pies frenéticamente siguiendo los ritmos complejos de un tambor parlante, como si fueran protagonistas de una película del oeste en la que un bandido les dispara a los pies. Los haitianos saben, en cambio, que los gestos fluidos y contrastados son más adecuados".
La interpretación de la obra occidental, con el ceremonial que la rodea -el escenario elevado que separa al público de los músicos; el director de orquesta imponiendo, batuta en mano, su concepción de la obra; el atuendo de gala (frac, traje de noche), el silencio casi religioso y la postura estática exigida durante el concierto, y la salva final de aplausos-, demuestra la distancia que la separa del auditor, que no participa físicamente en el fenómeno musical y no está autorizado a bailar con la música o exteriorizar de manera demasiado visible sus emociones. Acentúan esta particular concepción de la música la glorificación del solista y la admiración exagerada por el cantante de ópera, las vedettes del show bussiness y los bailarines clásicos (a quienes se designa como "primera estrella", prima bailarina absoluta, etc.), situados en alturas inaccesibles al común de los mortales.
 Ese fenómeno corresponde sin duda a la exaltación del yo propia del mundo occidental. (*)
Isabelle Leymarie, "La vista y el oído", publicado en Revista El correo de la Unesco, mayo de 1995, pp.49-50.



No hay comentarios:

Publicar un comentario